Bienvenidos a La Comunidad
En 2010, cuando Instagram empezó a enseñar la patita y las blogueras decidieron autoproclamarse influencers ante una sociedad hambrienta de ídolos, se gestó también una nueva profesión llamada Community Manager.
Algunas empresas avispadas vieron un filón en eso de manejar el gallinero o, como gustaba decir, “crear comunidad”. Básicamente se trataba de algo tan viejo como hacer aflorar un sentimiento de pertenencia entre los seguidores de una marca/persona y, así, venderles lo que se les antojara. Véase un claro ejemplo en los abducidos por Apple/Steve Jobs.
Al cabo de un tiempo, tal y como sucedió con las blogueras, quisieron cambiar su nomenclatura por algo menos mercantil. Pasaron a denominarse Social Media Managers. Suena más premium, pero, en el fondo, es prácticamente lo mismo. Cosas de la “titulitis”.
Al caso. El concepto de “comunidad” iba calando en el mundo laboral. De pronto, la comunidad dejó de ser la obsesión de Carmen Maura y de los Hobbits para convertirse en el novamás de las empresas modernas. Tanto fue así, que se devino la piedra angular de un nuevo modelo de espacios de trabajo: los coworkings.
Y llegó el coliving
Paralelamente al asentamiento de este nuevo formato de oficina-sociedad, se gestaba un incipiente modus vivendi que compartía el mismo credo: el empeño en crear pertenencia. Se incubó, como todo lo innovador, en Silicon Valley.
Jóvenes prodigiosos aspirantes a revolucionar el mundo tecnológico llegaban a la bahía de San Francisco y se topaban con una gran escasez de casas, apartamentos y garajes. Fue entonces cuando la idea de los espacios de trabajo colaborativos se extendió de la oficina a la vivienda, llevando el concepto de la comunidad al terreno vital.
A diferencia de los pisos compartidos, el coliving penetraba en todas las parcelas: personal, laboral, social. Los jóvenes cerebritos destinados a cambiar el mundo crearon un modelo residencial comunitario en el que se agrupaban en un mismo edificio, según sus intereses y perfiles profesionales.
Allí compartían espacios como el comedor, el salón o, como no, el coworking, donde socializar y desarrollar sus aptitudes. Todo el interiorismo estaba diseñado para fomentar la interrelación entre sus habitantes. Visto desde fuera, la cosa no distaba mucho de sus famosas hermandades, aunque aquí, sin pruebas de reclutamiento humillantes (se supone).
Evolución y tergiversación
Este matxembrat entre el piso compartido y la residencia de estudiantes emigró de California al resto del mundo. Y, en su camino, se fue distorsionando un pelín.
En España, los espacios residenciales colaborativos no cobijan clientes según aptitudes, sino por necesidades. Lo de los jóvenes con mentes privilegiadas que necesitan relacionarse con homólogos durante 24h para planificar la evolución de la humanidad se quedó en la Costa Oeste.
Aquí la horquilla abarca desde millennials hasta veteranos de cuarenta años. No les une el mercado laboral, sino el inmobiliario y el social. Para los mileuristas, el coliving supone el primer paso a la emancipación. Para los autónomos, almas solitarias, una vida social.
Los colivers (sí, ya tienen nomenclatura propia, igual que los Beliebers) encuentran en estos espacios todo lo que necesitan. Además de sala de estar y coworking, algunos cuentan con gimnasio, restaurante, biblioteca y sala de juegos con billar, dardos y ping-pong. El wifi se da por hecho que va a toda castaña y por eso lo anuncian en negrita.
También la limpieza -muy importante-, las medidas sanitarias y Netflix, fundamental. Todo ello amenizado, como no, por ¡un *Community Manager*! Siempre tiene que haber alguien que maneje el tinglado, como el Súper de Gran Hermano. No vaya a ser que eso se convierta en una comuna hippie o Sodoma y Gomorra. O sí.
La evolución de las especies
Los expertos (aquellos entes vivientes a los que nadie pone nombre, ni apellido) coinciden en afirmar que se va a producir un boom del coliving en los próximos años. Según informa El Confidencial:
“Su perspectiva es que la oferta llegue a multiplicarse hasta por cinco a finales de 2022”.
Por el lado positivo, esta reinvención del mercado inmobiliario puede suponer un alivio para todas aquellas personas que vivieron el confinamiento con excesiva soledad. También para autónomos que apenas interactúan con otros humanos durante el día. O incluso van bien para practicar inglés -y otras lenguas- con los residentes extranjeros.
Puede que se conviertan en el nuevo Tinder, más analógico, más real. O que faciliten la emancipación de “jóvenes” de treinta años. Pueden suponer, además, un chute de inversión económica en el país por parte de compañías extranjeras.
Pero, por otro lado, ojito con lo que suponen estos colectivos. Los que afirman congregar por afinidades e intereses no dejan de suponer una segregación encubierta según competencias. Esto significa la creación de pequeños ghettos, algunos de los cuales podrían ser tan elitistas como los apartamentos de Nueva York en los que hay que pasar casting para entrar a vivir. Teniendo en cuenta que los colegios fomentan las mezclas continuas entre alumnos de distintas aulas para evitar, precisamente, las clasificaciones, ¿por qué catalogarnos después?
La idea del aislamiento grupal no deja de resultar un tanto inquietante. Si dormimos, trabajamos, comemos y nos relacionamos en un único entorno, acabaremos creando pequeñas mini sociedades. Comunidades cerradas donde viviremos eternamente confinados, sin salir del edificio. Esperemos que todo esto no termine con la aparición de un nuevo verbo de moda: co-dying. A saber qué opinaría de este panorama el señor Charles Darwin.