Lo que no está tan claro es si la selfie es realmente una fotografía en su acepción más clásica. En contra de lo que muchos autores opinan, la selfie no sería el siguiente escalón de la evolución del retrato clásico. Lo afirman, por ejemplo, Lorena Yazmin en su artículo ‘En modo selfie: reflexiones sobre la potencia de las selfies’ o la exposición ‘From self-portrait to selfie’ de la prestigiosa galería Saatchi de Londres).
Ni tampoco, tal como recuerda Joan Fontcuberta en sus ensayos, una versión democratizadora e irreverente de lo que entonces estaba reservado al artista en un solemne momento. No, la selfie tiene mucho más que ver con la idea de posfotografía acuñada por el mismo teórico catalán.
La toma y compartición impulsiva de imágenes — de las cuales las selfies no son sino máxima expresión — ya no tienen un objetivo documental, como tenía la fotografía, sino una voluntad poseedora. ¿Qué sentido tiene vivir una experiencia si no puedes poseerla y demostrar esta posesión? ¿Por qué, sino, vamos a un concierto — por poner un ejemplo — y nos pasamos más tiempo gravando que bailando?
Selfies como canal de comunicación
La selfie en estado puro –aquella en que el contexto desaparece y solo quedamos nosotros: la imagen frente al espejo, en la intimidad de la habitación o directamente aquella sin fondo, en la que ya no comunicamos donde estamos o qué hacemos, sino simplemente qué somos– es el formato preferido por la gente joven.
A algunos adultos nos puede parecer incomprensible esta pulsión adolescente de autofotografiarse una y otra vez, compartiendo repetidamente estas imágenes, casi clónicas de uno mismo. Las selfies son catalogadas de superficiales, narcisistas y frívolas.
Pero, si hago un ejercicio de Peter Pan, no puedo evitar recordar la incomprensión de mi madre cuando mis amigos y yo nos pasábamos horas y horas hablando por teléfono sin que a ella nuestras conversaciones le pareciesen irrelevantes o intrascendentales.
Lo que nosotros hacíamos en aquel entonces no dista mucho de lo que se hace ahora: el mensaje no ha cambiado, lo que ha cambiado es el canal.
Como apuntan Sonja Vivienne y Jean Burgess en su artículo The remediation of the personal photograph and the politics of self-representation in digital storytelling:
“Más importante que la influencia de la fotografía digital en cómo se toman fotografías, es la manera en que internet ha cambiado el cómo y el qué significa compartir fotografías.»
Y he aquí el quid de la cuestión: Compartir. Esa era nuestra necesidad antes y esa sigue siendo ahora. Y es a través de ese ‘compartir’ nuestro yo inmediato, que construimos nuestra identidad, en una etapa de nuestra vida donde precisamente nuestra identidad es, todavía, difusa.
Selfie-protesta: el canal ahora es más potente
Las redes sociales son, en palabras de Fontcuberta, “una caja de resonancia” a través de la cual podemos manifestarnos. Así la selfie también puede convertirse en una acción política, visibilizar una realidad escondida en el relato mediático masivo o reforzar la autoestima por la identidad propia.
Y es por eso que la cuna de la rebeldía (la juventud), utiliza esas imágenes autorreferenciales, supuestamente exentas de contenido, para reforzar, reivindicar o empoderar precisamente la identidad. En ese sentido, encontramos muchos proyectos en la redes en los que colectivos, a menudo pisoteados, se reivindican a través de la selfie.
Así, la ciberactivista Rayza de la Hoz, del colectivo Mata’e Pelo reivindica su identidad afrocolombiana a través del uso del autorretrato, con constantes referencias a su pelo rizado afrodescendiente. O Masih Alinejad, una activista y periodista iraní, que publicó unas fotos de ella con y sin hijab a través del grupo de Facebook My Stealthy Freedom , lo que provocó una campaña de desobediencia civil en la que muchas mujeres se fotografiaron sin el hijab islámico obligatorio en aquel país.
Otro ejemplo lo encontramos en el día de la visibilidad lésbica (26 de abril) #lesbianasvisibles, en el que a través de redes como Instagram o Twitter se pretende visibilizar el papel que ocupan las lesbianas en el espacio público. El llamamiento (que se inició por primera vez en el 2008) pretende ser un referente social positivo que contribuya a la eliminación de prejuicios y homofobia entre la población, al mismo tiempo que exige la igualdad de derechos.
Y acabamos con otro selfi-protesta, puesto que una selfie no lo es sin un cuerpo, es este también uno de los grandes temas en el ámbito feminista. Desde nuestra infancia las mujeres aprendemos que tenemos que ser atractivas pero partimos de la idea generalizada de que tenemos un cuerpo imperfecto que necesita ser arreglado.
Así, nos sobran las grasas, las arrugas o los pelos, nos faltan las tetas o las curvas. Este es el principal mandato de género sobre el cuerpo de las mujeres. Y lo interiorizamos hasta tal punto de agotarnos, frustradas de cumplir unas exigencias de belleza imposible.
En contra de este yugo, cada vez son más las campañas de empoderamiento relacionadas con el cuerpo: como la reivindicación del vello corporal femenino (#januhairy), cargando contra la gordofobia o el hashtag #FreeTheRipple que hace referencia a las estrías que se forman en la piel del pecho de muchas mujeres, sobre todo como consecuencia de la lactancia y el embarazo. ¿Quien dijo que una estría no puede ser bella? ¿Quién dijo que las selfies son imágenes vacías?